01 mayo 2024

Una caminata por Boston junto a mi tío Rafaelito


Hoy veremos el juego entre los Medias Rojas de Boston y los Gigantes de San Francisco. Nos compramos unas gorras y unos suéteres para la ocasión. He estado en otros estadios de Grandes Ligas, pero es mi primera vez en el Fenway Park. Por fin pondré los pies en las gradas que me devolvieron mi sentido de pertenencia.
En los años 80 del siglo pasado, mi tío Rafaelito me enseñó a ir al estadio. Porque no es lo mismo asistir a un partido de béisbol que ser parte de él, poner todos los sentidos y hasta el alma en función de lo que pasa en el terreno. Eso lo aprendí con Rafael Serralvo.
—¿Quieres ir al estadio? —me preguntaba con su bajísimo tono de voz, tan diferente al de mi expresiva tía Cary Yero.
Nunca le dije que no. Entonces él tenía una gorra de los Dodgers (que le regaló un turista que había estado retratando locomotoras en el patio donde él era jefe) y sólo se la ponía para ir a la pelota. Durante el trayecto por la ancha avenida que conducía desde su casa hasta el 5 de Septiembre, hablaba sin parar de béisbol.
Mencionaba, uno por uno, los nombres de los peloteros que le habían inculcado esa gran pasión por el deporte de las bolas y los strikes. Camilo Pascual era siempre el primer nombre que mencionaba. Siempre finalizaba haciendo una inmersión en las estadísticas de Antonio Muñoz y Pedro José Rodríguez.
—Es una suerte poder verlos —me decía—, aunque el equipo no sirva para nada.
Vimos a Cienfuegos perder por abultados marcadores hasta con la Isla de la Juventud, Las Tunas y Guantánamo, que eran los peores equipos de la época. Pero aun así permanecíamos en el estadio hasta el out 27, porque “a lo mejor a Muñoz y Cheíto les toca batear otra vez”.
Diana y yo hemos quedado en reunirnos en el estadio, por lo que tendré que caminar casi dos millas hasta el Fenway Park. Pero no iré solo. Mi tío Rafaelito irá conmigo. Aprovecharé el recorrido para explicarle cómo acabé convirtiéndome en un fanático de los Medias Rojas.
Todo empezó cuando llegué a Santo Domingo, una ciudad donde decretaban un toque de queda cada vez que Pedro Martínez picheaba. Luego le detallaré lo que pasó en 2004. Boston perdía la serie con los Yankees cero a tres y acabó ganando. Gracias, sobre todo, a un inmortal dominicano: David Ortiz, el Big Papi.
—¿Quieres ir al estadio? —le pregunto, ya vestido para la ocasión, a la ventana desde la que se ve parte de la ciudad—. Es una suerte poder verlos, aunque ya no estén Pedro, David y Manny.
Salgo a caminar, me ciño bien la gorra de los Medias Rojas. Lo miro junto a mí y sonrío.

Las gaviotas del río Charles


Giran sobre el espejo de agua

como si no necesitaran
dar con la salida al mar.
Pasan sobre las cabezas
de los que reman
contra la corriente.
Despejan la niebla
que aún queda
de la llovizna
que estuvo cayendo
durante la noche.
Algunas rozan
la piel del río,
otras se elevan
para gritar
desde lo más alto.
Se dejan llevar
por la rutina
de una ciudad
que ejecuta
cada movimiento
como si se tratara
de una danza.
Ya los que reman
vuelven,
alentados
por una embarcación
que los sigue
a distancia.
Las gaviotas
pasan otra vez
sobre sus cabezas
y también
se dan la vuelta.
Definitivamente,
el mar
no parece importarles.
Nada las sacará
de su rutina,
ni siquiera la noticia
de que Paul Auster
ha muerto.

26 abril 2024

La lectora de Agatha Christie


Lérida Yero, mi madre, fue una gran lectora de novelas. Desde que tengo memoria, recuerdo un libro en su mesita de noche. También recuerdo a mi abuelo regañándola, porque siempre perdía los marcadores y acababa doblando la esquina de la página donde paraba de leer.
Aurelio, como yo, era obsesivo en el cuidado de los libros y no toleraba el más mínimo maltrato hacia ellos. Un día estuvo a punto de zafarse el cinto porque mi prima Lazarita insistía en doblar el libro hacia atrás cada vez que empezaba a leer la página de la derecha. “¡No lo hagas más!”, fue su ultimátum.
Con Lérida, sin embargo, se dio por vencido. Ella tenía una excusa. La mayoría de las veces, en los trayectos entre el Paradero de Camarones y Cienfuegos, se veía obligada a leer de pie y acababa perdiendo los marcadores. Aunque leía de todo, incluyendo a Tolstoi, Stendhal, Dostoievski, Balzac y Faulkner, su escritora preferida era Agatha Christie.
Siempre que daba con un nuevo caso de Hércules Poirot, dejaba lo que estaba leyendo para irse tras el célebre detective. Ya en su vejez, le gustaba repasar los títulos de los libros que se le quedaron en Cuba. Siempre empezaba por los de Agatha. Aunque se estaba quedando sin memoria, los recordaba todos:
Asesinato en el Nilo, El club de los martes, Diez negritos, El asesinato de Roger Ackroyd, Cinco cerditos, Cita con la muerte, Un puñado de centeno, El misterioso caso de Styles, Muerte en las nubes, El tren de las 4:50, Un triste criprés…
Me di a la tarea de conseguirle algunos y eso la hacía sobreponerse de la tristeza en la que la había sumido su enfermedad. Se frotaba las manos feliz. “Algo bueno tenía que tener esto que me pasa —me dijo el día que le regalé Muerte en el Nilo—. No recuerdo quién es el asesino”.
Ayer me puse a ver un documental sobre Agatha Christie y le perdí el hilo a la narración. La cabeza se me llenó de recuerdos de Lérida Yero, su gran lectora. La volví a ver en la guagua de Cruces a Cienfuegos, aferrada a uno de los tubos con una mano y sosteniendo el libro con la otra.
Leía justo hasta que llegaba al final del viaje. Entonces doblaba la esquina de la página, guardaba el libro en su cartera y descendía al mundo real.

25 abril 2024

Los camiones Berliet


Hace unos días, en YouTube, hice una búsqueda de camiones Berliet. Di con uno que avanzaba a través de un pueblo de los Pirineos. Aunque frío paisaje no tenía nada que ver con la abrasadora llanura villareña, el ruido de aquella máquina me bastó. Aparté la vista de la imagen para quedarme sólo con el sonido.
En mi infancia casi todo era en blanco y negro: los periódicos, la televisión y la mayoría de las películas que pasaban en el cine Justo. Sospecho que por eso nos llamaban tanto la atención los vehículos que llegaban de los países capitalistas. Sus colores brillaban y sus formas rompían la monotonía del paisaje.
La construcción de una represa y un canal en las cercanías del Paradero de Camarones, hizo que un enjambre de Berliet irrumpiera en nuestra cotidianidad. Me gustaba verlos pasar por el crucero de San Fernando. En las horas que no había transmisiones televisivas, los trenes y aquellos camiones, que iban y volvían con la insistencia de las hormigas, eran mi entretenimiento.
Cuando terminaron el canal (que se extiende desde Paso Bonito, en Cumanayagua, hasta las inmediaciones de Ciego Montero), los Berliet dejaron de pasar. En una ciudad ese hecho pasaría inadvertido, pero en un pueblo tan pequeño como el mío se tradujo en un silencio insondable.
Por eso quise recuperar su sonido y volver a través de esa represa que son los años en Cuba. Casi todo era en blanco y negro, menos sus brillantes colores. La marca francesa, de la que también llegaron a la isla unos autobuses que circularon en Santa Clara, desapareció en 1981. La sociedad donde nací y me crié, unos doce años después.

23 abril 2024

Felicidades a la embajadora del Ron de los Dominicanos

Diana y yo junto a Luis y Susan en el Santuario de Nuestra Señora
de Covadonga, Asturias.

Diana Sarlabous y yo estamos orgullos de que nuestra hermana Susana Ortega, taratanieta de Andrés Brugal y embajadora de Ron Brugal, acaba de recibir el premio The Ultimate Rum Brand Ambassador 2024, un certamen organizado a través de Women Leading Rum y que celebra la creatividad, la visión, el liderazgo y el avance de las mujeres en la industria del ron a nivel global.
Ahora tenemos una nueva razón para seguir celebrando junto a ella y a Luis Concepción, una de las personas de las que más he aprendido y que más tiempo se ha tomado en enseñarme desde mi primer día laboral hasta hoy.
¡Felicidades, querida Susan!

16 abril 2024

El primer libro que leí

Hace unos días, en una de nuestras conversaciones por WhatsApp, Salvador Lemis me confesó que el primer libro que leyó fue Cómo entre todos salvaron al chivito, del escritor ruso Serguéi Mijalkov. Después de dar con él, enviárselo en PDF y dejarlo mudo por un buen rato, corrí a buscar el primer libro que leí.
Al repasar sus páginas, pude comprobar que sigo estando en deuda con ese libro rojo (tuvo una sobrecubierta blanca que perdió por culpa de mis primos, que no eran tan cuidadosos como yo). Ahí estaba la primera lección que recibí sobre cómo contar una historia con introducción, desarrollo, clímax y desenlace.
Los Cuentos y estampas de Vladimir Suteiev (Editorial Progreso, 1970), también me enseñaron a imaginarme diálogos muchos años antes de que, en clases de dramaturgia, me dejaran de tarea las obras de Henrik Ibsen, Antón Chéjov, Eugene O'Neill, Tennessee Williams y Edward Albee. 
Mucho antes de enfrentarme a Nora y Torvaldo, Irina Arkádina, Ephraim Cabot, Blanche DuBois, Martha y George; el pollito y el patito, los tres gatitos, el gallo y la gata caprichosa fueron personajes igual de sorprendentes, que me llenaron de inquietudes, interrogantes y, sobre todo, misterio.
Hoy, con esa injustificada felicidad que sólo se halla en la infancia y luego en la nostalgia, volví a leer varias fábulas de Cuentos y estampas. Nunca le había dado las gracias Suteiev, jamás había reconocido mi deuda con él. Y ese es, probablemente, uno de los actos más injustos que he cometido en mi vida.
Aquí estoy, Vladimir, pidiéndote disculpas, a bordo de un barquito hecho con una nuez, una pajita, un hilo y la hoja de un árbol. Gracias por ser uno de los mayores responsables de que yo acabara teniendo imaginación.