La visita de Benedicto XVI a Cuba fue intrascendente. No hará
falta citarla en ninguno de los resúmenes de noticias que se hagan en el
futuro. En aquel momento muchos atribuyeron eso al cardenal Jaime Ortega. Lo
vieron como una maniobra más de uno de los personajes más lamentables de la
historia insular en el último cuarto de siglo.
Después que pierda su infalibilidad (uno de
los tantos absurdos que mantiene el catolicismo en pleno siglo XXI), Joseph
Ratzinger se retirará a una mansión apartada y tranquila, franqueada por una
alta muralla y hundida en los colores de los limoneros y los rosales. Justo un
paisaje tan idílico como ese fue el que Ortega trató de pintarle en Cuba.
Recién nos enteramos de que el Papa tomó la decisión de su
renuncia durante aquel viaje. No se sabe si en suelo cubano o mexicano, pero
fue justo aquel ajetreo el que dio por vencido al pastor alemán. Las cosas que
ha dicho después de hacer pública su decisión de bajarse de la silla de Pedro, ayudan
a entender su displicencia cubana.
En las últimas semanas, Benedicto XVI ha señalado, unas veces a
través de parábolas y otras de manera directa, todos los males que corroen y
corrompen a la iglesia católica actual. Es probable que nunca se lleguen a
saber sus verdaderas impresiones de Cuba, pero al menos algunos de sus actos
fueron lamentables.
Benedicto XVI fue incapaz de reunirse con Oswaldo Payá, uno de los
católicos más consecuentes que ha tenido Cuba, quien sostuvo su fe a pesar de
las más crueles represiones; permitió que delante de él, en una misa, golpearan
salvajemente a un cubano; y luego acudió a un encuentro privado y familiar con
Fidel Castro.
Por más que se trate de culpar de todo eso a la perversidad de
Jaime Ortega, queda la duda de que un hombre tan inteligente nunca se diera
cuenta de nada. ¿Será que de verdad no entendió ni papa?