Salvador
Lemis y Eloy Ganuza fueron las primeras personas que conocí cuando llegué a la
Escuela de Arte de Cubanacán. Ambos acabaron siendo decisivos para mí. Gracias
a sus conversaciones y a los libros que pusieron en mis manos, me despedí del Camilo que había sido hasta ese momento y empecé a ser otro muy diferente.
Con
Salvador tengo otra deuda impagable: me hizo saber que mi mundo estaba en las
palabras antes de que yo hubiera escrito el primer poema o el primer cuento. Recuerdo
que le mostré mi fundamentación para el montaje de un cuento de Sherwood Anderson.
“Eres escritor —me dijo—, aunque todavía no lo sepas”.
Cuando
decidí hacer mi tésis en un complejo niquelífero de Moa, le pedí a Salvador que
me escribiera una obra. En mi oreja
creció un arbolito fue mi primera puesta en escena. Fue actuada por hijos
de mineros y representada sobre un páramo infértil de tierra roja y aguas envenenadas.
Enseñarle
el surrealismo a una comunidad que vivía aplastada por la realidad, es una de
las cosas que más he disfrutado en mi vida. Fue una osadía. No lo hubiera
podido lograr sin todo lo que aprendí de Salvador Lemis desde el día en que nos
conocimos y me preguntó si ya había visto la película Fiztcarraldo.
Me gradué
con altos honores, pero consciente de que esa nota no era solo mía. Los niños
que actuaron y Salvador fueron determinantes.
Te conocí en Cubanacán, en la Cuba de
los años 80. Siempre tuve la impresión de que eras indiferente a la realidad
del país e inmune a la mediocridad que la misma imponía. ¿Cómo lograbas vivir
en tu propio mundo y, de paso, sobrevivir en el que nos tocaba a todos?
Conocerte
en Cubanacán en esa época ya pretérita e idealizada fue para mí un motivo de
gracia divina, porque eras alguien lleno de vida, de inocencia y de belleza
espiritual absolutas. Te habías escapado de algún friso griego.
Fíjate que
desde niño estuve en una especie de burbuja rara donde era muy feliz. Estaba
acomplejado porque era muy delgado y muy blanco, rubio, de modo que quería ser
mulato o cuando menos bronceadito. Me aislaba en los libros.
Una
anciana me prestaba seis libros diarios que debía leer de un día para otro y
devolverlos para, en una jaba o bolsa, recibir en préstamo otros seis. Y los
devoraba. Mi abuela materna, Iluminada Romero, me decía que me iba a quedar
ciego de tanta lectura.
Me sucedió
luego algo curioso en un Plan de la Calle. Estaba dibujando un barco con una
tiza sobre el pavimento y se me acercó un miliciano. Me preguntó si estaba
pintando el yate Granma, aquel barco en el que Fidel Castro desembarcó por el
Oriente de Cuba para derrocar al gobierno de Fulgencio Batista.
Yo me
asusté sin saber a qué se refería (tendría tres años de edad) y afirmé, dije
que sí, que ese barco era el que él decía. A partir de ahí, en mi mente
privilegiada de infante, supe que estaba perdido. Que debía mentir, que en un
mundo sin libertad uno está obligado a mentir.
Esta
anécdota puede parecerte forzada o quizá reinventada, pero fue cierta. Eso me
marcó para siempre. Y entonces y sólo entonces, supe que debía sobrevivir a
toda costa. Si observas mis cuadernos llenos de dibujos de mi infancia
(primaria o antes) están llenos de muertos y cruces.
Era lo que
veía en la revista Bohemia: fotos
catastróficas de los fusilamientos implantados por los hermanos Castro (quienes
siguen aún en poder, con una familia funesta que se reparte la isla completa:
desde el dominio y control de la sexualidad, hasta la caña, el café, el ron, el
turismo, la ganadería, las tierras, el jet set, la pesca, el comercio exterior,
el baseball y cuanto signifique ganancia para hijos, hijas y nietos).
Viví
gracias a pintar, leer, ver cine, amar en verdad y escribir mucho, a mi aislamiento
de la horda salvaje politicastra.
Una vez el dramaturgo cubano Freddy
Artiles dijo que tus obras estaban hechas para ser representadas en las nubes.
Ésa es la razón por la que le pusiste Teatro
en las Nubes al primer grupo que fundaste al graduarte del ISA. Más allá de
ese delicioso sarcasmo, ¿has logrado hacer teatro en las nubes?
Si no hago
teatro plantado en las nubes, no lograría ser feliz o vivir. La realidad es
demasiado pedestre, estéril y con avalanchas de fealdad o mal gusto como para
ser habitada. Artiles lo dijo porque estaba amargado, se le veía. Y porque en
el Primer Encuentro de Dramaturgos, Camagüey, año 1983 u 84, mi obra Galápago le ganó a una suya que se
llamaba El Esquema. Gracioso, ¿no?
Así que
con Rolando Tarajano, mi ex amigo, hoy amargado también, fundamos Teatro en las Nubes. También este nombre
hacía alusión a que lo fundamos en el último piso del Someillán, donde él vivía
con Cristy Domínguez, Niurka Noya y Lemis Tarajano Mancha.
Estábamos
lejos de la recholatera cubana, rusa y militar. Literalmente cerca del cielo.
Ahí hicimos Asno-asna, Un Teatro llamado Deseo, Tres Tazas de Trigo, Las Culpables y otras obras mías. Hasta
el día de hoy sigo haciendo teatro ahogado por las nubes y con polvo de astros.
La gente
ve una y otra vez mis montajes porque causan cierta adicción ensoñadora. Parece
cine. Tengo la escuela de la imagen
de Flora Lauten, quien fuera mi pareja sentimental durante un tiempo y con
quien fundé Teatro Buendía. A ella, a Raquel Carrió Ibietatorremendía, Gloria
María Martínez, Guadalupe Álvarez Pomares, Francisco López Sacha, Segundo
Planes, Aldo Martínez-Malo, Dulce María Loynaz, Alberto Lauro Pino Escalante y
Armando Suárez del Villar, entre otros más, debo mi profesionalización de la
mirada artística.
¿Piensas en la vida y en el teatro
que hubieras hecho en Cuba de haberte quedado? Cuando atraviesas por uno de los
inevitables malos momentos que le tocan a todo exiliado, ¿te has arrepentido de
haber dejado a tu país? ¿De qué te ha servido mirar a tu cultura y a los tuyos
desde afuera?
Nunca
pienso lo que pude haber dejado de hacer en la Isla de Cuba. No soy sentimental
con nada de eso. Nunca sentí que las fronteras existieran. Islas y continentes
forman parte de la misma bolita azul y verde. Quemé las naves en México, como
buen descendiente criollo de españoles…
Jamás me
he arrepentido de haber dejado Cuba y todo eso atrás. Nunca he sentido
nostalgia por Guanahaní o Juana… Odié demasiado un régimen que me mataba de
miedo y de hambre como para extrañarlo. En eso soy implacable. Sólo extrañaba a
mi abuela y tías. A mi madre y hermanos los salvé de ese infierno.
Mirar
desde afuera “aquello” me ha servido para detestar cualquier manifestación de
cadenas, grilletes, politiquería, aplausos, discursos o cualquier mierda humana
relacionada con la obligación a tomar partido o con la fabricación de máscaras
hipócritas para defender o aplaudir lo que se desconoce de antemano.
Recuerdo a
Madame Yourcenar cuando decía: “Porque a la larga, la máscara se transforma en
rostro”. Y yo no quiero una cara de yeso como la de muchos dirigentes o
teatristas que siguen metiendo la cabeza en la arena de los días. En mi teatro
o en mi poesía o en mis pinturas expreso lo que me da la gana, sin modas ni
auto-traiciones.
Nunca he olvidado las lecciones que
me diste, siempre he creído que escribo, entre otras cosas, porque tú me
enseñaste las enormes posibilidades que me ofrecían las palabras. ¿Quién
provocó eso en ti? ¿Qué lecciones, qué autores y qué obras te han seguido
acompañando a lo largo de tu vida?
Tú me
enseñaste tanto, que ni cuenta te diste. Éramos muy jóvenes. Recuerdo tu
primera publicación en El Caimán Barbudo
como si fuera hoy (eran como tres poemas que leí emocionado), recuerdo tu Galápago lemisiano con Jorge Luis
Miranda y otros… recuerdo las visitas a La Víbora, recuerdo nuestra amistad con
Josué Sureda Valdespino, con Eloy Ganuza, con Osbel… No he borrado nada.
Los que
provocaron en mí esa pasión malsana de optar por la Belleza y la Armonía
fueron:
Las
personitas que disfruté y amé en Cubanacán.
El gran Meaulnes, de Alain Fournier.
Memorias de Adriano, de Yourcenar.
Los
muñequitos de Walt Disney.
Las puertas del Paraíso, de Jerzy Andrzejewski. (Regalo de graduación de Gloria María Martínez
con traducción de Sergio Pitol, con quien trabajé más tarde en la Universidad
Veracruzana).
El vino del estío y el cuento El marciano, de
Ray Bradbury.
El cine de
Carlos Saura. (Con quien tomé clases muchos años más tarde en Madrid… tras
hacerme amigo de Geraldine Chaplin).
Poemas de
Rimbaud, María Elena Walsh, Kavafis y otros…
Canciones
de Teresita Fernández, María Elena Walsh y Cricrí.
Y más y
más y más…
Descríbeme al Salvador Lemis actual, ¿qué piensas de él?
¡Vaya,
haces cada pregunta, chico!
Sigo
siendo soñador, enamorado de la Belleza en todo sentido, lector voraz y
cinéfilo, escribo cada vez más rápido y limpio, amoroso, aún inocente (aunque
te parezca un eufemismo), buen ser humano, saludable y juvenil, con una
filosofía y una religión casi zen sin caer en fanatismo, buen académico,
investigador a ultranza, exigente catedrático, perfeccionista, hedonista y
humanista, rodeado de muñecos y caleidoscopios que compro por traumas y
carencias de mi infancia, bebedor de vino, ron, ginebra, mezcal, coñac, calpis
y todo eso sin ser beodo, buen amigo de muchas personas, atento y afectuoso,
solitario y calenturiento, avasallador y humorista, reflexivo e idealista
(aún)… Mejor director teatral. A menudo triste, pero siempre feliz y sonriente…
¡Y no sé qué más!
2 comentarios:
Hola, corazón. Hay que retomar mensajes.... Lemis
Reaparece. Un abrazo.
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